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Si hubiera tenido una hija, le habría buscado un precioso nombre, corto y sonoro como un beso, le habría vestido de todos los colores y al mirarla me habría asombrado de lo perfectas que habrían sido las pequeñas curvas de sus hombros, las diminutas comisuras de sus labios, el color de sus ojos vivos, grandes y redondos como una pregunta.
Si mi hija hubiera nacido, le habría explicado el arcoiris y los copos de nieve. Le habría mostrado el mar, su color y su sabor, las mareas y la Luna, los barcos y los incontables colores posibles que puede lucir la arena de la playa. Le habría enseñado la magia que hay detrás de algunos números y el secreto del vuelo de los pájaros. Le habría contado lo lejos que está esa estrella y lo deprisa que bate las alas un colibrí. Lo estrechamente unidos que están los destinos de algunas flores con el del insecto que las poliniza.
Si mi hija estuviera aquí conmigo le explicaría la relación íntima que existiría entre su cuerpo, su mente y su corazón. Procuraría dejar que a veces se cayera ella sola para luego ayudarle a levantarse, explicándole que eso último es precisamente lo que tiene valor. Alimentaría su curiosidad, le leería libros y le propondría acertijos, y contemplaría regocijada su cara al tratar de resolverlos. Le contaría chistes malos y nos reiríamos las dos con la misma carcajada copiada por los genes.
Si ella pudiera mirarme y hablarme, contemplaría su expresión al contarme sus pensamientos más profundos o sus ideas más disparatadas, y el timbre de su voz en mis oídos me parecería el paraíso.
Pero ella no puede mirarme ni hablarme, ni está aquí conmigo, ni ha nacido, ni yo la tengo para cubrirla con todos los besos que tengo guardados para ella desde hace tanto tiempo, esos besos que no existen y que por eso me queman, se me remueven dentro y se me clavan en las entrañas como siempre ocurre con los besos no dados, que duelen tanto, tanto...
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