Lo que no suelo hacer muy a menudo es mirar al espejo retrovisor. Creo que tiene el tamaño adecuado y que está colocado donde debe, una pequeña ventana al pasado a la que sólo hay que echar un algún vistazo cuando es necesario. Y a veces lo es. Yo lo he necesitado en algunos momentos en estos últimos meses para comprender, y comprenderme, y en eso mi querido náufrago me ha ayudado contándome algunos episodios de mi propia vida.
Pero haciendo eso me he dado cuenta de que el pasado removido es como la tierra que ya no cabe en el hoyo de donde se ha sacado; las capas que se fueron depositando con el tiempo pierden su estructura, se mezclan entre sí, se desbarata su orden, pero también se airean y se descubren de nuevo las que quedaron tapadas, se vuelven a abrir antiguas habitaciones de la mente y el corazón que se cerraron a veces de un portazo, a veces con dolor.
Seguramente tardaré algún tiempo en terminar de excavar en ciertos lugares de mí misma, y me verás los montículos de vagos recuerdos, situaciones revividas, sensaciones amargas, risas olvidadas... y como ayer, te pediré perdón por alguna mentira que ni yo misma sé por qué te dije. O te pediré que me cuentes otra vez cómo ocurrió ésto o aquéllo. Pero sé que me entiendes, y sé que en realidad sabes que es algo que debo hacer, porque no podemos cambiar el pasado, pero sí nuestra percepción sobre él.
SIN LLAVE
Me tienes y soy tuya. Tan cerca uno del otro
como la carne de los huesos.
Tan cerca uno del otro
y, a menudo, ¡tan lejos!...
Tú me dices a veces que me encuentras cerrada,
como de piedra dura, como envuelta en secretos,
impasible, remota... Y tú quisieras tuya
la llave del misterio...
Si no la tiene nadie... No hay llave. Ni yo misma,
¡ni yo misma la tengo!
(Ángela Figuera Aymerich)
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