martes, 11 de mayo de 2010

Ajedrez


Las partidas de ajedrez pueden ser desesperantemente largas. Hay que conseguir colocar las piezas estratégicamente en el tablero, poco a poco, turno a turno, y siempre según los movimientos que cada una tiene permitidos. Y no sólo movemos nosotros, mueven también quienes tenemos enfrente. Un error de cálculo, una pieza mal colocada y toda la planificación de la jugada ya no vale para nada, inservible en un santiamén.

Una cosa es lo que pensemos, lo que hablemos, las opciones que tengamos en cada momento y otra muy distinta lo que terminemos decidiendo, el cómo y el cuándo, el dónde y el con quién. Cada decisión nos abre un nuevo abanico de alternativas, nos lleva un paso adelante, constituye una puntada más con las que vamos cosiendo este tejido hecho a medias de presente y futuro que, siendo estrictos, elegimos hace no tanto tiempo.

En esta partida no sé qué dimensiones exactas tiene el tablero, ni cuántas piezas hay en juego en este preciso instante y ni de qué color son, ni si alguna hace trampa y se mueve de forma ilegal. Pero sí estoy segura de una cosa.

Yo soy la reina.

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